Me meto en el metro. La gente calla y se sujeta a las barras de acero. Sus rostros visten yelmos invisibles. Ninguna emoción atraviesa las celadas impertérritas.
Alguien lanza una mirada y se hace añicos contra alguna de esas cimeras emperifolladas.
El estribillo termina en mis auriculares y una tos se cuela en la música instrumental. En frente de mí un torso anónimo se sacude. Nada más lo sacará del anonimato. Nada más volvera a tener en cuenta que viajo en ese vagón. Es otro viaje tranquilo a ninguna parte.
Una señora se delata. Sube sola las escaleras mecánicas y niega con las cabeza. Algo contradictorio se le ha escapado de su armadura emocional.
Salgo a la calle. Respiro sobre mis manos y camino entre el frío. Vaya. Los cordones mis zapatos han deshecho los concienzudos nudos. Decido arriesgarme y no me detengo. Pronto se me olvida.
Ya estoy en la oficina. Los viajes expedicionarios por la ciudad han terminado por hoy 🙂
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